¿Recuerdas cómo eras cuando eras joven?
Sí, tú.
Tú que vibrabas con la música, que reíste,
lloraste y fuiste feliz abrazado a un amigo o amiga. Que hubieras dado un brazo
sin pensarlo por él, por ellos.
Tú que lo hubieras
dado todo por la libertad. Por correr, hablar,
comportarte y vestir como te diera la gana en cualquier momento y lugar. Por
cambiar el mundo. Por el derecho a hacerlo… a que otros lo hagan. El derecho a caer
y equivocarte…
¿Recuerdas cuando te reías con ganas? ¿con verdaderas ganas?
¿Cuando dos golpes en la mesa y una palmada eran un canto a
la rebeldía?
¿Cuando se te atragantaban las injusticias?
¿Cuando gritabas «lo quiero todo y lo quiero ahora»?
¿Cuando lo dabas todo y te dabas por entero?
¿Cuando aún sentías empatía y definías a las personas por su
interior y no por su ropa o adornos? Porque eras capaz de ver en su corazón.
Los sueños ¿Recuerdas tus sueños?
Y los valores. Los valores morales de la vida.
Bondad,
amistad,
lealtad,
respeto,
honestidad,
tolerancia…
¿Cuántos has traicionado desde entonces?
¿A cuántos has decepcionado?
¿Desde cuándo eres tú el que juzga?
Porque claro, es «ellos o tú», «la vida es así», es dura
¿cierto?
«O comes o te comen».
Y tú tienes tu excusa. Maravillosa, brillante e irrefutable.
¿Te has preguntado alguna vez cuándo le pusiste límite a la
amistad? ¿Acaso cuándo fijaste un precio? Es el máximo de lo que estás
dispuesto a dar o hacer por un amigo.
De pronto ves que lo hiciste.
¿Desde cuándo miras por encima del hombro al que ahora actúa como lo hacías tú?
«Es que entonces era diferente»
¿verdad?
¿Desde cuándo no se tuerce ese brazo ante el amigo por el cual estabas dispuesto a sacrificarlo?
¿Por qué en tu mente no queda más que un color de los miles que eras capaz de imaginar?
No me lo digas, eres fiel a un color, y sólo hay otro… el contrario.
Has cambiado y lo sabes.
Te da igual si hay un pobre en la esquina. O mil ¿qué más
da? Tú tienes lo tuyo.
Es su problema ¿a que sí? «¡Lo que tienen que hacer es
trabajar!»
Mírate.
Tan cómodo en tu vida media, en tu mediocridad. Y dispuesto
a sacrificarlo todo por ella.
Ya no gritas «lo quiero todo». Y no hablemos de dar.
Ya no abrazas sin motivo.
Ya no te das por entero.
No gritas si no es para amenazar.
¿Dónde estás ahora?
¿Dónde está el muchacho o muchacha que fuiste?
¿Serías capaz de mirarle a la cara sin avergonzarte? ¿Qué
pensaría de ti?
Piénsalo…
Te escribo porque sé que existes, que no lanzo una piedra al
vacío. Para que seas capaz de recapacitar y volver a ser fiel a tu esencia.
Créeme, es triste. Ya hay demasiados por ahí soportando el
peso de un chico muerto a sus espaldas.
EUSEBIO ORIA
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